Reflexiones atrevidas #100: El asfixiante diario vivir del dominicano

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Por José Francisco Peña Guaba

Los dominicanos, como sociedad subdesarrollada, enfrentamos mil problemas de todo tipo, pero el que más nos afecta es la espiral inflacionaria en todo lo que consumimos a diario: los alimentos, las medicinas, el transporte y el pago de los servicios de comunicación y electricidad. La gente ya no sabe qué hacer, porque uno puede ser un genio en el manejo austero de sus gastos, pero nunca le alcanza lo que gana. No hay sueldo que valga, y cada día es más evidente que aquí todo el mundo tiene que tener una actividad económica adicional o estar en situación de pluriempleo.

Los gastos diarios de cualquier familia, desde la más humilde hasta la de clase media, oscilan entre 1,000 y 5,000 pesos únicamente para garantizar las tres comidas, pagar el transporte o echar combustible al vehículo, comprar medicamentos de uso continuo, pagar el internet y cubrir otros pequeños gastos. Y ni hablar de la lotería, ya que medio país es ludópata y busca en el juego alguna esperanza para aliviar su pesada carga.

«La gente anda como zombis en la calle o hablando con los postes de luz», desesperada porque no sabe qué hacer para enfrentar cada día sus gastos. Estamos ante la falta de empatía de un sector empresarial y comercial que no tiene compromiso social con sus consumidores, y de un gobierno que no presta atención a lo que debiera ser su objetivo más importante: buscar fórmulas para abaratar el altísimo costo de la vida. Pero en esta media isla parece que a nadie le importa el pueblo. Los supermercados son «la casa del terror», los colmados, con sus permanentes y abusivas alzas de precios, se han convertido en verdaderas «sucursales del averno». Lo del transporte es un auténtico dolor de cabeza, porque cualquiera gasta cientos de pesos al día solo para ir y venir del trabajo. Las farmacias enferman de los nervios a la gente, porque si hoy compra un medicamento a un precio determinado, el mes entrante tendrá que pagar hasta un 15% más. Lo de este país no tiene madre, ¡válgame Dios!

Para ir a una clínica privada hay que ser rico, porque si internan a un familiar, hay que recurrir a los prestamistas. Hasta el más indigente necesita estar comunicado, por lo que siempre tiene que comprar su paquetito de internet de 150 pesos, que apenas dura cinco días. En este país los habitantes no andan en taparrabos porque la mayoría viste de pacas o compra en «agáchate boutique», como se conoce al mercado de las pulgas.

Ahora bien, quienes realmente están abusando son las EDES, que triplican y más la factura de energía sin razón alguna. Al mes de vencido el pago, cortan el servicio sin consideración y, como si fuera poco, tienen el descaro de anunciar «aumentos en los apagones financieros», dejando a los más vulnerables sin la posibilidad de refrescarse con un abanico o tomarse un vaso de agua fría.

Quienes tienen hijos en colegios privados viven en una constante olla, no solo por la mensualidad, sino por el costo del transporte, los materiales escolares y el refrigerio. Los intereses bancarios más altos están aquí; quien paga la letra de un carro o el préstamo de su casa está destinado a ser esclavo del banco por casi toda su vida productiva. No hay varón que se salve de buscar hasta debajo de las piedras lo del salón para su pareja e hijas. Quien quiera tomarse un trago tiene que ir a un colmadón, porque nadie en su sano juicio se atrevería a pedir un servicio en una discoteca. Y si un clase media lleva a su familia a un restaurante, debe prepararse para dejar medio sueldo, porque, además del 18% de ITBIS, hay que pagar el 10% por servicio, más la propina, que, si el personal considera insuficiente, no espere recibir la misma cortesía la próxima vez.

Si se le daña un electrodoméstico, hay que buscar dinero donde sea para comprar otro, porque los de ahora son desechables. Si necesita un plomero o electricista, ese mes su presupuesto se descuadra. Gracias a Dios existe Netflix, porque solo un valiente se arriesga a llevar a su familia al cine en estos tiempos. En esta selva de cemento, quien no tiene un buen seguro médico está perdido, y quien no compró su vivienda hace tiempo se quedó sin ella, por los inaccesibles y meteóricos precios de los inmuebles.

Si necesita un procedimiento dental, olvídese de sus vacaciones. Quien solía viajar de vez en cuando debe conformarse con ver su destino soñado en el celular, porque con este dólar a más de $61, solo ganándose una tripleta en la banca podría darse ese lujo. Si se dañan las baterías del inversor o la planta, ahí mismo se acaban sus horas de felicidad, porque reponerlas cuesta un dineral. Todos los que tienen una tarjeta de crédito están condenados a ser prisioneros de los bancos usureros.

Si se acaba el gas en una casa, el día se arruina, porque hay que buscar cómo transportarse y llenar el tanque con lo que se pueda. Claro, cuando esto sucede, los afectados siempre dedican un «grandilocuente San Antonio» a los responsables del gobierno. Los de clase media que pagan el IPI (impuesto al patrimonio inmobiliario) básicamente están pagando un alquiler a la DGII, aun siendo propietarios.

Como verán, mis queridos lectores, no hay quien se salve de la estresante vida que llevamos los dominicanos. Los ciudadanos no tienen quien los auxilie, y los programas sociales del gobierno, con sus insignificantes montos, no alcanzan ni para dos días de consumo de una familia pequeña.

Quisiera ver el día en que el gobierno, la oposición y la sociedad civil tomen el toro por los cuernos, buscando en unidad soluciones viables para reducir el agobiante costo de la vida. Si no lo hacemos, estaremos a las puertas de un peligroso estallido social, porque, de algo pueden estar seguros: si no se toman medidas urgentes para aliviar los pesares del pueblo, este, cuando no pueda más, explotará, poniendo en peligro nuestra ya debilitada democracia. Los ciudadanos hastiados podrían depositar su esperanza en un outsider o mesías, sea este civil o militar, que prometa terminar con esta injusta y asfixiante situación. En la historia mundial abundan los ejemplos. Aún estamos a tiempo para un gran Pacto Nacional que responda a esta urgente problemática. ¡No esperemos más, manos a la obra!

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