Por Monseñor Jesús Castro Marte, Obispo de Nuestra Señora De La Altagracia
Estimado lector:
Cuando observamos atentamente nuestra realidad contemporánea, descubrimos que vivimos en medio de un declive silencioso, un desgaste paulatino de lo que sostiene la vida humana en su dimensión más profunda. No se trata simplemente de indicadores sociales o económicos; hablamos de algo mucho más hondo: el deterioro del corazón, de la conciencia, de aquello que permite a una sociedad mantenerse en pie y caminar hacia la plenitud. Una sociedad no se derrumba de un día para otro; se va apagando cuando pierde el sentido de Dios, cuando relativiza la verdad, cuando olvida la dignidad sagrada de cada persona.
Este declive se expresa en múltiples formas. Se manifiesta en la agresividad creciente, en la superficialidad de los vínculos, en un individualismo que asfixia la fraternidad, en la incapacidad de escuchar y de dialogar sin herir. Se manifiesta también en la desorientación de tantos jóvenes que, aun teniendo acceso a oportunidades que antes parecían inalcanzables, experimentan un vacío interior que ninguna pantalla puede llenar. Vemos familias fracturadas, no necesariamente por falta de amor, sino por la imposibilidad de encontrar un ritmo espiritual que sostenga la convivencia. Y vemos adultos que, sumergidos en el ruido constante, han olvidado la importancia del silencio interior, ese espacio donde Dios habla y donde la vida recupera su centro.
Sin embargo, como pastor de la Iglesia, no puedo detenerme en un análisis pesimista. La fe nos permite leer la historia con una luz que trasciende los acontecimientos inmediatos: allí donde el declive parece avanzar, la gracia de Dios está preparando un nuevo amanecer. Cada crisis es también una invitación. Cada oscuridad es un umbral que nos llama a despertar. El Señor nunca abandona a su pueblo, y cuando todo parece desordenarse, Él nos impulsa a recuperar lo esencial, a regresar a la fuente, a redescubrir aquello que da estabilidad y sentido a la vida.
Por eso, ante esta sociedad que parece decaída, la Iglesia no responde con miedo, sino con esperanza activa. Es tiempo de reconstruir el corazón humano, de educar nuevamente la sensibilidad hacia el bien, de sanar la mirada para reconocer en cada persona un hermano y no un rival. Es necesario recuperar la grandeza del amor auténtico, la alegría de servir sin buscar recompensa, la responsabilidad de construir juntos un futuro más humano. No podemos permitir que la indiferencia se normalice ni que la desesperanza se vuelva costumbre.
El verdadero cambio comienza en el interior. Ninguna transformación social será estable si no parte de una conversión profunda del alma. Cuando el ser humano vuelve a Dios, cuando reordena sus prioridades, cuando renueva su conciencia y su vida moral, entonces toda la sociedad empieza a sanar. La fe no es un accesorio; es la luz que orienta. La verdad no es un capricho; es el cimiento que sostiene la libertad. La caridad no es un gesto ocasional; es la fuerza que reconstruye lo que está herido y disperso.
Hoy, más que nunca, necesitamos hombres y mujeres que vivan con valentía esta misión de renovación. Que no se resignen ante el deterioro, sino que se conviertan en testigos de esperanza. Que ofrezcan a nuestro tiempo aquello que más falta le hace: profundidad, coherencia, misericordia, servicio, oración. El Espíritu Santo sigue obrando, incluso en medio de las crisis; y donde muchos solo ven agotamiento, Dios está sembrando semillas de una nueva primavera.
Que la luz del Señor ilumine nuestro caminar y nos conceda la gracia de trabajar incansablemente por una sociedad más justa, más fraterna y más abierta a la verdad que salva. Que cada uno de nosotros sea instrumento de esa renovación necesaria, para que el declive que hoy advertimos se transforme en oportunidad de reconstrucción y crecimiento espiritual.
S.E.R. Mons. Jesús Castro Marte
Obispo de Nuestra Señora de la Altagracia en Higüey

