Por Carlos del Pozo
De primera impresión cualquier causa que se levante en nombre de la defensa del medio ambiente parece noble y justa.
Y sobre todo en un país que busca equilibrar el desarrollo turístico con la preservación de sus recursos naturales, es normal que toda iniciativa ambientalista logre despertar simpatías inmediatas.
Sin embargo, desde hace algún tiempo viene generando sospechas, el verdadero papel de ciertos “abogados” que desde la sombra, promueven este tipo de litigios con fines pocos transparentes.
El patrón es inquietante, todo inicia con una denuncia enérgica contra un proyecto turístico o inmobiliario, acompañada de titulares alarmistas y un discurso cargado de indignación moral.
Poco tiempo después, representantes legales del “movimiento ambiental” arrancan con argumentos sobre violaciones a las leyes y generando un clima de sospechas sobre la obra en cuestión.
Las demandas, de inmediato paralizan inversiones millonarias y colocan a los empresarios contra la pared.
Sin embargo, al cabo de unos días, el ruido se apaga y los expedientes dejan de mencionarse en los tribunales y las campañas mediáticas se desinflan. La pregunta surge de manera natural: ¿qué pasó con la supuesta defensa de los recursos naturales?
Y la respuesta según versiones que se manejan en círculos empresariales y jurídicos, suele encontrarse en acuerdos extrajudiciales que nunca se publican ni se explican.
En esos supuestos arreglos, los grandes beneficiados, no son las comunidades ni el medio ambiente, sino los abogados que movieron los hilos de la controversia. Se habla incluso de una red de extorsión que utiliza la bandera verde como pretexto.
Una práctica que convierte la justicia ambiental en un negocio que reporta pingües beneficios a quienes instrumentalizan la causa.
Para los empresarios, se trata de un “peaje” que deben pagar si quieren continuar con sus proyectos. Para la opinión pública, un tema sin lugar a dudas espinoso que mina la credibilidad de las organizaciones ambientalistas genuinas.
El riesgo es evidente, estas acciones erosionan la confianza en el movimiento ambiental, que ha sido clave para denunciar abusos reales y proteger zonas frágiles.
Además, generan un efecto perverso, provocando que cada vez que surge una objeción ambiental a un proyecto, la sospecha inmediata es que detrás hay un interés económico oculto.
Con ello, se debilita la capacidad de la sociedad para frenar desarrollos que de verdad atentan contra la sostenibilidad.
En este contexto, la transparencia resulta indispensable. El país necesita conocer cómo es que se han resuelto esas campañas iniciadas con tanto ruido y concluidas bajo un manto de silencio.
La causa ambiental, no puede ser rehén de empresarios que buscan impunidad ni de abogados temerarios que la utilizan como mecanismo de presión. Defender los recursos naturales es una misión demasiado seria para dejarla en manos de quienes la ven como un negocio rentable.
Si no se aclara y se detiene, lo que empezó como una causa noble corre el riesgo de quedar desacreditada por completo.