Por Carlos del Pozo
En República Dominicana, donde la informalidad se confunde con política pública y la creatividad sobrevive mejor que la burocracia, las bebidas alcohólicas no son solo un pasatiempo: son un motor económico.
Sin embargo, la crisis y las medidas restrictivas del Ministerio de Interior y Policía han provocado un desplome en las ventas en bares, discotecas y colmadones, con un efecto dominó que golpea fabricantes y distribuidores de bebidas alcohólicas, hasta la economía informal de los barrios.
La cadena es clara, los establecimientos formales, bares, restaurantes, hoteles, y licorerías, reportan disminución en sus ventas, con ellos se contrae la industria de eventos, conciertos, fiestas patronales, carnavales, festivales, empresas de catering, promotores, DJs y artistas que dependen de que se consuma alcohol para sostener sus agendas de actividades.
Incluso la publicidad, el diseño gráfico y las activaciones de marcas de ron, cerveza o whisky sienten el freno en seco.
Pero el impacto más silencioso se da en la otra cara de la economía, la informal, peluquerías, salones de belleza y barberías, que vivían del “arreglo para salir”, reportan menos clientes.
Al igual taxistas, motoconchistas y choferes nocturnos, ven caer sus ingresos por el bajo flujo hacia zonas de ocio. Los vendedores ambulantes de ropa y accesorios ya no encuentran tanta clientela dispuesta a estrenar un “outfit de discoteca”.
Las frituras, los puestos de chimichurris, hot dogs y empanadas, inseparables de la resaca dominicana, también acusan la baja.
Ni hablar de vendedores de envases plásticos, servilletas, hielo, cigarros, o de los que viven de ser promotores artísticos, camareros, parqueadores, seguridad y deliverys nocturnos, todos sienten que la noche ya no les da de comer.
Este panorama evidencia una verdad incómoda; en un país con escasa escolaridad y limitado acceso al empleo formal, la economía del alcohol ha funcionado como una válvula de escape.
Lo que para algunos es “diversión”, para otros es el único medio de subsistencia. La industria naranja, ese universo de creatividad, cultura y entretenimiento depende en gran medida de que alguien decida salir a beber un viernes en la noche.
Con la caída del consumo, la resaca no es solo de los clientes, sino de toda una red invisible de supervivencia.
Y mientras las autoridades miden estadísticas de seguridad, en la práctica miles de dominicanos y dominicanas que viven de arreglar el pelo o las uñas, conducir un Uber o vender un chimichurri en la madrugada, se quedan sin su verdadero ministerio: el del romo.