Verdad y honor a los ajusticiadores del tirano Trujillo asesino y ladrón

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Por Adolfo Pérez de León. Ingeniero industrial y dirigente nacional del PRM

Poco después de iniciar su primer gobierno, Luis Abinader dio un paso al frente por la memoria. Quizá fue la primera vez que desde el solio presidencial se honraba de manera directa la memoria de los héroes que decapitaron la dictadura.

Han pasado más de seis décadas desde la noche del 30 de mayo de 1961, pero ese momento sigue iluminando nuestra historia con una fuerza que no se apaga. La decisión de enfrentar a Rafael Leónidas Trujillo por las armas fue un acto de valor extremo, una hazaña concebida por dominicanos que, sabiendo que podían perderlo todo —la vida, la familia, el nombre, la historia— decidieron recuperar la dignidad de un país arrodillado.

Los ajusticiadores de Trujillo no fueron simplemente hombres armados: fueron hombres que adquirieron conciencia. Eran padres de familia, ciudadanos, profesionales, jóvenes y veteranos, algunos incluso formados en las filas del régimen. Pero todos coincidieron en una idea irrenunciable: el país no podía soportar un día más de dictadura.

Durante 31 años, Trujillo instauró un sistema totalitario de control absoluto: se prohibía pensar distinto, disentir, escribir, organizarse, actuar fuera de la voluntad de la tiranía. Se censuraba la prensa, se vigilaba a los vecinos, se espiaba a los propios funcionarios. El miedo era una política de Estado. Los centros de tortura La 40,  el 9, los campos de concentración en Nigua y en la frontera, fueron el escenario de torturas sistemáticas. Las personas desaparecían sin dejar rastro. O peor: aparecían como ejemplo para que nadie más desafiara al régimen.

En ese contexto, los hombres que participaron en el ajusticiamiento no sólo enfrentaron a un dictador con poder absoluto. Enfrentaron a un sistema que desde el primer día les enseñó a temer, a callar, a obedecer. Que se metía en las escuelas, en las iglesias, en la radio y los periódicos, en los hogares. Que le enseñó a toda una generación que Trujillo era el sol que no se podía mirar de frente.

Pero ellos miraron. Y actuaron. Con recursos limitados, vigilados, sabiendo que quizá no había escapatoria posible, organizaron un plan que no sólo logró lo impensable: matar al dictador. También logró abrir el camino hacia un país que hoy respira libertad.

A la luz de nuevos documentos desclasificados relacionados con el asesinato de John F. Kennedy, ha salido a la superficie un testimonio de Clodoveo Ortiz, un conocido torturador del régimen trujillista. Un bandido. Entre los informes figura su versión —falsa, inaceptable, grotesca— sobre uno de los héroes del 30 de mayo.

Lo primero que hay que decir con claridad es que ninguna versión salida de una dictadura tiene validez moral ni histórica. Una dictadura que por más de tres décadas organizó montajes, falsificó documentos, inventó enemigos, torturó inocentes y diseñó campañas de desinformación dentro y fuera del país, no puede ser fuente confiable de nada.

Clodoveo Ortiz no fue un testigo: fue un verdugo. Y sus palabras, aunque aparezcan en informes oficiales o memorandos extranjeros, no merecen ningún reconocimiento como verdad. Lo que diga un torturador sobre sus víctimas es parte de la misma cadena de abuso que lo convirtió en instrumento del horror.

Repetir sus versiones sin contexto, o sin una lectura crítica de su papel como engranaje de la represión, es una forma de reabrir la herida, de blanquear a los responsables del sufrimiento de miles de dominicanos.

Por eso es tan importante que, en el presente, a tantos años del ajusticiamiento de Trujillo, tengamos la madurez cívica y la convicción ética de separar la historia verdadera de los relatos del miedo.

La historia verdadera está escrita con el testimonio de los sobrevivientes, con la memoria de los familiares, con las investigaciones serias, con los documentos que no fueron redactados bajo amenaza ni al amparo del poder.

Honrar a los ajusticiadores es también defender la verdad. Es rechazar cualquier intento de reinterpretar los hechos desde la lógica del verdugo. Es saber que la dictadura no sólo mató, sino que mintió sin pudor, manipuló sin límite y vendió un país donde todo parecía en orden mientras bajo la superficie todo estaba podrido.

La acción del 30 de mayo fue desesperada, sí. Fue una acción límite. Pero fue también la única respuesta posible ante un régimen que no dejaba espacio para la esperanza. Ellos fueron patriotas. Y su legado es un país que puede escribir y decir libremente, pensar sin miedo, elegir sus gobiernos y debatir sus ideas.

Pero ese legado no se defiende solo con monumentos. Se defiende con verdad. Con la capacidad de no caer en las trampas de la historia manipulada. Hoy, cuando el autoritarismo vuelve a encontrar espacio en los discursos políticos, se desprecia al disidente o se normaliza la represión en otros países, el ejemplo de los ajusticiadores se vuelve aún más necesario.

Nos recuerdan que la libertad es frágil. Que el miedo puede volver. Y que siempre habrá quienes, como ellos, estén dispuestos a arriesgarlo todo para que el país no vuelva jamás a arrodillarse ante el poder absoluto.

Porque frente al silencio impuesto, ellos eligieron la acción. Y frente a la mentira que aún intenta disfrazarse de historia, nosotros debemos elegir la memoria.

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